Las palabras, como los seres humanos, nacen, crecen, se desarrollan y mueren, como escribe J. Llamazares en “LNE” (4-lll-23) sobre la palabra “zarazos”, propia de León, y que tiene la correspondiente en Asturias, “xarazá”, para esas rachas de viento y de aguanieve inesperadas, que llegan como se van. Por eso, al hilo de esta entradilla nos interesa traer a colación una palabra: “vulgo”, que apenas se utiliza, tal vez por el sentido peyorativo que esconde. Aunque en tiempos los poetas hablan de “un vulgo errante, municipal y espeso”.
¿Qué significa? El diccionario de la “RAE” la define como “conjunto de personas que no están especializadas en una determinada materia y que sólo tienen conocimientos superficiales de ella”. O como diría Miguel Servet, según Menéndez Pelayo, “los españoles estudian poco y mal y cuando son semidoctos se creen ya doctísimos”. Esta reflexión del siglo XVl sirve para el XXl, por la palabrería sin límite de la que gozamos en los últimos tiempos y por las carencias culturales o educativas de las que adolecemos en nuestro cuerpo social. Porque esta manía que tenemos de hablar sin el menor asomo de duda sobre lo divino y lo humano nos obliga a pensar que carecemos por completo del sentido del ridículo y que “las buenas maneras”, dado nuestro carácter gregario, brillan por su ausencia en nuestras relaciones sociales.
En fin, que si volvemos a la palabra vulgo, con un par de ejemplos, inocentes en su elección, comprobaremos la exactitud de su definición. En primer lugar, hablemos de una visita médica. El enfermo, nunca imaginario, habla de sus dolores y de paso sugiere al médico el tipo de dolencia con su tratamiento, porque a su vecina le fueron muy bien unas pastillas o porque en Internet también se describen los síntomas y el tratamiento. Como es normal, nada tiene de extraño que el galeno y la enfermera, con el tiempo, y este tipo de pacientes, entren en depresión después de un día y el siguiente, hasta el infinito. Y siempre igual. Si pasamos a otro ámbito, más de lo mismo: ese maestro/maestra que recibe a la madre correspondiente para explicarle la conducta y el suspenso de su hijo, atónito, que escucha una perorata de la madre, quien sin recato le recrimina sus defectos como enseñante con las fórmulas que ella considera que debe aplicar para que su hijo saque el suficiente, y más si se aproximan las vacaciones. Porque el padre hace tiempo que se desentendió de la educación académica y personal de sus hijos. Estos dos ejemplos sirven para detectar cuánto de realidad tiene la palabra “vulgo” en nuestra sociedad. Y ambos sirven también para echar de menos “el manual de las buenas maneras” con quienes tratan de curar tus males, y otros, en este pobre país que desconoce el principio básico de la comunicación: “Quien habla hace confesión expresa de su personalidad y capacidades”. Tenerlo en cuenta para evitar los disgustos por una palabra a destiempo, y más.
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